Las luces se apagaron. El sonido del shofarcuerno sagrado judío— resonó en el Movistar Arena de Buenos Aires como si convocara a una liturgia nacional. Entre explosiones visuales de bombas atómicas y ruinas urbanas, apareció Javier Milei, presidente de la República Argentina, envuelto en una tormenta de aplausos, cánticos y guitarras eléctricas.
No fue un mitin. No fue un concierto. Fue algo más perturbador y fascinante: la política convertida en espectáculo total.

El mandatario libertario presentó su nuevo libro, La construcción del milagro, pero lo que ofreció fue una misa de rock y fe ideológica. Cantó “Demoliendo Hoteles” de Charly García, agitó los brazos como un frontman desatado y arengó a la multitud con frases de batalla:

“¡Ganaron un round, pero no la guerra!”, gritó entre acordes y coros políticos.

La política como performance

La escena condensó el ADN de Milei: un híbrido de economista outsider, predicador mesiánico y estrella de rock en campaña permanente. Su banda —“La Banda Presidencial”— incluía diputados, asesores y su inseparable hermana Karina.
En el clímax, cantó el himno hebreo Hava Naguila, proclamó que “Israel es el bastión de Occidente” y cerró con una versión de Libre de Nino Bravo, mientras en pantalla se sucedían imágenes del muro de Berlín y atentados a Trump y Bolsonaro. El mensaje era claro: el poder como resistencia épica, la política como salvación cultural.

El eco global

El planeta observó entre el asombro y la incredulidad. El País tituló: “Milei convierte la presentación de su libro en un mitin rockero”. La Vanguardia lo describió como “una performance de autoafirmación ante la crisis”. En Estados Unidos, The Washington Post y Bloomberg News coincidieron en una idea inquietante: Milei está reinventando el populismo como un fenómeno de entretenimiento emocional.

Desde Israel hasta México, las redes sociales replicaron videos del presidente cantando, con comentarios que oscilaban entre la admiración y la vergüenza ajena. Para muchos, fue un acto de autenticidad política; para otros, un salto al vacío institucional.
En la Unión Europea, algunos diplomáticos lo calificaron como un “síntoma preocupante del deterioro simbólico de la política democrática”, mientras en Brasil los seguidores de Bolsonaro lo aclamaron como “el nuevo ícono libertario de América del Sur”.

Un líder en crisis, una multitud en trance

La realidad detrás del show es menos luminosa. Argentina atraviesa una de las peores recesiones de la década, con inflación, descontento social y divisiones internas en el gobierno. Pero Milei parece decidido a transformar el caos en narrativa, la adversidad en épica.
Su puesta en escena no busca convencer: busca creer. Quiere que el ciudadano se sienta parte de una batalla espiritual entre el bien y el mal, el orden occidental y la decadencia progresista.

El politólogo uruguayo Martín Caparrós lo resumió así:

“Milei no gobierna, interpreta un papel. Pero mientras el público aplauda, el guión sigue en pie.”

Entre la idolatría y el vértigo

El acto dejó una pregunta abierta: ¿hasta dónde puede llegar un líder dispuesto a cantar su propio discurso, a coreografiar la crisis como un videoclip?
La historia reciente demuestra que los populismos modernos no caen por falta de votos, sino por exceso de espectáculo. Cuando la pasión sustituye al juicio, el poder se convierte en rock: intenso, adictivo… y breve.

Milei, que alguna vez soñó con ser músico en su banda juvenil “Everest”, finalmente lo logró. Pero su escenario ya no es un garaje: es la Casa Rosada.
Y desde allí, Argentina asiste al experimento político más desconcertante de su tiempo: un presidente que gobierna entre guitarras, dogmas y fuegos artificiales.

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