
La relación personal con los alimentos está condicionada por las emociones desde los primeros momentos de vida.
Pero si se viven conflictos emocionales, estos pueden trasladarse peligrosamente a la comida.
Una carencia afectiva puede compensarse con un consumo excesivo de comida o puede estar en el origen de un rechazo patológico a ciertos alimentos.
Actualmente está creciendo la incidencia de la obesidad, la anorexia y la bulimia. Son problemas graves y sería un error olvidar su componente emocional, siempre presente.
Es frecuente describir un estado de ánimo con una expresión relacionada con la alimentación, como: no me lo puedo tragar, se me revuelve el estómago, tengo mariposas en la barriga…
En cambio, ante un problema con la comida es menos común reflexionar sobre cuál es el estado de ánimo que provoca el hambre o la inapetencia y qué deseos o decepciones pueden ocultarse tras los impulsos de ingerir o rechazar determinado alimento.
No es fácil comprender las causas emocionales, porque las dificultades con la alimentación expresan sentimientos que no nos atrevemos a nombrar.
Desamor, abandono, culpa, rabia, celos o tristeza son algunos de los sentimientos que pueden expresarse a través de los conflictos con la alimentación.
En cambio, comer de manera descontrolada sirve en general para aliviar una angustia que puede tener su origen en conflictos emocionales de cualquier tipo.
Como afirma la psicóloga Isabel Menéndez en su libro Alimentación emocional: «Las luchas internas son acalladas con frecuencia a base de llenarnos la boca de comida para no pronunciar palabras cuya carga emocional puede asustarnos; palabras que se refieren a cosas que no nos permitimos sentir».
Cuando se sufre emocionalmente, cuando la realidad y los sueños parecen contradecirse y hay más tristezas que alegrías, es mucho más factible dejar de disfrutar de la comida y que esta se convierta en un problema.