La expansión global de la vigilancia digital pone en jaque las libertades civiles, enfrentando a defensores de la privacidad con promotores de la seguridad en Estados Unidos. En la era de los algoritmos omnipresentes, crece la tensión entre la promesa de seguridad total y el riesgo de una sociedad permanentemente vigilada.
En 2015, la periodista mexicana Carmen Aristegui descubrió que su teléfono había sido convertido en un espía de bolsillo. Durante ese año y el siguiente, su dispositivo fue infectado con el software Pegasus –un programa de espionaje de grado militar– debido a sus investigaciones periodísticas sobre corrupción en las más altas esferas del poder. Años después, un juez confirmaría que aquella intervención, realizada sin orden judicial durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, violó su privacidad y buscó inhibir su labor periodística, poniendo en riesgo su integridad, la de su familia y sus fuentes. La historia de Aristegui –víctima de un espionaje clandestino por revelar verdades incómodas– ejemplifica los peligros de una era en la que las herramientas digitales de vigilancia, originalmente justificadas para combatir el crimen y el terrorismo, se vuelcan contra periodistas, activistas y ciudadanos críticos. Este ejemplo es lo que podría vivir los estadounidenses con la nueva vigilancia de ICE.
Este caso extremo en México no es aislado, sino parte de una tendencia global. En todas las latitudes, la tecnología está otorgando a los Estados un poder de vigilancia sin precedentes, y con ello surgen dilemas éticos y políticos de enorme calado. Estas tecnologías –desde malware espía hasta el monitoreo masivo de datos personales– están generando un efecto escalofriante en la sociedad: voces disidentes moderan sus palabras por temor a ser vigiladas o sufrir represalias. Organizaciones de derechos humanos alertan que la vigilancia indiscriminada amenaza derechos fundamentales como la privacidad, la libertad de expresión e incluso la protesta pacífica, convirtiendo a los ciudadanos en sujetos de autocontrol y censura. El dilema es universal: ¿hasta dónde se puede sacrificar la libertad en nombre de la seguridad? A continuación, examinamos cómo se libra esta batalla en Estados Unidos, Europa y América Latina, en el pulso entre la defensa de las libertades civiles y la tentación de un Estado omnipresente que todo lo ve.

Estados Unidos y la seguridad nacional a costa de la privacidad
Paradójicamente, Estados Unidos, bastión histórico de la democracia liberal, enfrenta hoy serias críticas por su aparato de vigilancia. Según Freedom House, el país ocupa apenas el 12º puesto mundial en libertad digital, señalando la vigilancia gubernamental y la recopilación de expedientes sobre periodistas, políticos y activistas entre los factores que merman esas libertades. Tras los ataques del 11-S, Washington amplió drásticamente sus poderes de espionaje en nombre de la seguridad nacional. Programas secretos revelados en 2013 por Edward Snowden mostraron que la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) monitoreaba comunicaciones globales incluyendo las de ciudadanos estadounidenses y líderes aliados desatando un álgido debate interno. Desde entonces, el país vive una tensión constante entre quienes justifican la vigilancia masiva por motivos de seguridad y quienes denuncian su costo para los derechos civiles.
Un ejemplo claro es la Sección 702 de la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA), autorizada tras 2001 para espiar sin orden judicial a personas fuera de EE.UU. con fines de inteligencia. Con el tiempo, esta herramienta se desvirtuó en un mecanismo de espionaje doméstico: agentes del FBI realizaron millones de búsquedas en las bases de datos de la NSA, interceptando comunicaciones de estadounidenses sin mediación judicial incluyendo las de manifestantes, activistas por la justicia racial, 19,000 donantes de una campaña política, periodistas e incluso miembros del Congreso. Este uso expansivo, oculto tras la capa del secreto, ha suscitado alarma. “Extender unilateralmente un programa de espionaje masivo tan flagrantemente abusado traiciona la confianza pública”, advirtió la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU), reclamando al Congreso que frene su reautorización si no se introducen reformas profundas.
Ahora en 2025, la administración del presidente Donald Trump ha llevado la vigilancia a nuevas cotas de tecnovigilancia masiva. En pocos meses, Washington aceleró el despliegue de una vasta infraestructura tecnológica que escanea redes sociales sin autorización, analiza datos biométricos, financieros y médicos, intercepta comunicaciones telefónicas y registra matrículas de automóviles para rastrear movimientos, todo sin control judicial previo. Por primera vez, el Gobierno presume abiertamente de este sistema, enfocado inicialmente en perseguir a inmigrantes y extranjeros dentro del país. “La vigilancia en EE.UU. no empezó con Trump, ni concluirá cuando él deje la Casa Blanca. Sus cimientos se establecieron durante décadas, con apoyo bipartidista, bajo el pretexto de la seguridad nacional”, explica Esra’a Al Shafei, activista bareiní de derechos civiles que estudia este fenómeno. Detrás de esta expansión hay presupuestos destinados a agencias de inteligencia y a proveedores privados; empresas de tecnología militar como Palantir, Anduril o GEO Group han obtenido contratos millonarios aportando al Gobierno las herramientas digitales para construir este Estado de vigilancia.
Entre las nuevas tácticas, destaca el uso de algoritmos de inteligencia artificial aplicados al control social. El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) confirmó en abril que utiliza una herramienta llamada Babel X para recopilar información de redes sociales sobre viajeros considerados sospechosos, rastreando sus publicaciones en busca de señales de alarma. A su vez, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) ha admitido que emplea el programa SocialNet, que agrega datos de más de 200 fuentes –incluyendo perfiles de Facebook, Twitter/X, Instagram, LinkedIn e incluso aplicaciones de citas– para construir perfiles detallados de personas bajo su lupa. Washington reconoce oficialmente que basta con encontrar en los feeds de alguien “actividad antisemita” –por ejemplo, haberse manifestado en redes contra determinadas acciones militares de un país aliado– para denegarle el derecho de asilo o la ciudadanía. Asimismo, se anima a los funcionarios estadounidenses a denunciar a sus colegas si perciben en ellos algún tipo de “sesgo anticristiano”, según una orden ejecutiva firmada por Trump en febrero de 2025. “Usar la vigilancia en redes sociales para intimidar, acosar, alienar, deportar, encarcelar o arrestar es antitético a muchos de los principios sobre los que se basa la democracia”, ha advertido Paromita Shah, directora de la ONG Just Futures Law, frente a estas medidas.
Las redes sociales, sin embargo, son solo la superficie de esta estrategia. Para alimentar la maquinaria de seguimiento automatizado hacen falta volúmenes masivos de datos personales. Una parte de esa información el gobierno la obtiene comprándola a corredores de datos privados (data brokers) como Thomson Reuters o LexisNexis. Estas empresas comercian con perfiles exhaustivos de millones de personas con hasta 10,000 datos diferentes por individuo, recopilados del rastro digital que incluyen desde nombre, dirección, ingresos y hábitos de compra hasta historial médico, preferencias de ocio, e incluso detalles íntimos como el perfil emocional o la vida sentimental de cada quien. Simultáneamente, la administración Trump creó una nueva entidad, el Departamento de Eficiencia Gubernamental (apodado irónicamente DOGE), que ha centralizado bases de datos sensibles de cientos de millones de ciudadanos procedentes de otras agencias federales desde declaraciones fiscales hasta historiales clínicos. Con estos dos caudales de información, empresas contratistas están construyendo herramientas de control sin precedentes: la compañía Palantir, por ejemplo, acumula más de 2,700 millones de dólares en contratos con el Gobierno para desarrollar una nueva plataforma de deportación (ImmigrationOS) que integra todos esos datos y agiliza la localización y expulsión de migrantes.

MAPA DE LIBERTAD DE PRENSA
El giro hacia una vigilancia total en EE.UU. enciende alertas sobre sus implicaciones democráticas. En marzo de 2025, el prestigioso monitor internacional CIVICUS agregó por primera vez a Estados Unidos a su watchlist de países con rápido deterioro de las libertades cívicas, situándose junto a naciones con historia autoritaria. El informe citó una serie de medidas recientes desde el despido masivo de empleados públicos y su sustitución por leales al nuevo gobierno, hasta la restricción del acceso de la prensa a las ruedas informativas presidenciales como parte de un “ataque sin precedentes al Estado de derecho, no visto desde la era del macartismo”, que estaría creando un ambiente de miedo para la disidencia. En la práctica, Estados Unidos ha pasado a ser calificado sólo como un espacio “estrecho” para la sociedad civil, según CIVICUS, con violaciones ocasionales a derechos de asociación, protesta pacífica y expresión. Que el país de la Primera Enmienda figure ahora en listas de vigilancia de libertades supone una llamada de atención: refleja la preocupación de que la patria de la libertad esté adoptando tácticas de vigilancia y control dignas de regímenes que históricamente criticó, sacrificando privacidad y transparencia en pos de una seguridad omnipresente.
Europa y sus derechos digitales frente a espionaje en la sombra
En Europa, el péndulo parece inclinarse hacia el otro lado. El Viejo Continente ha erigido con los años un robusto andamiaje legal para la protección de la privacidad individual. Ya en 1981, el Convenio 108 del Consejo de Europa estableció estándares pioneros en materia de datos personales, reconociendo la privacidad como un derecho humano esencial para la dignidad y la libertad en la era digital. Hoy la Unión Europea cuenta con algunas de las leyes de protección de datos más estrictas del mundo, notablemente el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR)– y cada Estado miembro dispone de agencias de supervisión independientes. En teoría, los ciudadanos europeos gozan de garantías formales más sólidas frente a la vigilancia abusiva que sus pares de otras regiones.
Esa vocación garantista se ha traducido en acciones concretas. Los tribunales europeos no han dudado en frenar los excesos de vigilancia cuando chocan con los derechos fundamentales. Un caso emblemático ocurrió en 2020, cuando el Tribunal de Justicia de la UE invalidó el acuerdo de transferencia de datos UE-EE.UU. conocido como Privacy Shield. La corte concluyó que el acuerdo no ofrecía una protección adecuada contra la intromisión de los programas de vigilancia estadounidenses, violando así el derecho a la privacidad de los europeos. Fue la segunda vez –ya en 2015 se había tumbado el previo acuerdo Safe Harbor– que Europa cancelaba un pacto de transferencias de datos con EE.UU. debido a las prácticas de espionaje de la inteligencia norteamericana. Otro hito ocurrió en 2021: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó que el sistema de interceptación masiva de comunicaciones del Reino Unido (revelado por Snowden años antes) violaba el derecho a la privacidad y la libertad de expresión, al carecer de salvaguardias suficientes e independencia en su control. Los jueces europeos subrayaron que incluso si la vigilancia masiva se justifica contra amenazas graves, debe estar sujeta a “garantías de extremo a extremo” desde la autorización previa por un ente verdaderamente independiente, hasta supervisión y revisión ex post facto para prevenir abusos. Este tipo de sentencias han forzado reformas; por ejemplo, el Reino Unido reemplazó su marco legal por la Ley de Poderes de Investigación (Investigatory Powers Act, IPA) en 2016, intentando introducir mayor supervisión a sus agencias de inteligencia.
Sin embargo, Europa no es inmune a los escándalos de espionaje digital. En los últimos años ha estallado el llamado Pegasus-Gate en el corazón de la UE: varios gobiernos del bloque habrían utilizado el spyware Pegasus –desarrollado por la empresa israelí NSO Group– para espiar a opositores políticos, periodistas e incluso líderes extranjeros. Una comisión de investigación del Parlamento Europeo (PEGA), establecida en 2022, reveló que países como Polonia y Hungría admitieron haber adquirido Pegasus, y existían sospechas fundadas de su uso para vigilar a rivales del gobierno. El propio comité nació al calor de revelaciones impactantes en España: el escándalo bautizado como CatalanGate destapó que al menos 65 personas del entorno independentista catalán incluyendo políticos, abogados y activistas fueron objetivo de Pegasus, con sus teléfonos infectados silenciosamente para extraer mensajes y convertirlos en micrófonos encubiertos. Incluso el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, confirmó que su móvil oficial había sido hackeado con Pegasus, al igual que los dispositivos de su ministra de Defensa y otros altos cargos, en hechos coincidentes con crisis políticas y diplomáticas. Otras democracias europeas han enfrentado situaciones parecidas: en Francia, se supo que el presidente Emmanuel Macron figuraba en la lista de posibles objetivos de espionaje con Pegasus, según investigaciones periodísticas de 2021; en Reino Unido, expertos de Citizen Lab alertaron que la oficina del entonces primer ministro Boris Johnson pudo haber sido blanco de intentos de hackeo con el mismo software en 2020-2021. La lista sigue: Grecia destapó el espionaje al líder de un partido de oposición con un malware similar, y en otros países se investigan usos de herramientas espía por parte de altos funcionarios con fines políticos. En síntesis, la promesa europea de privacidad también ha sido puesta a prueba por las tentaciones del Gran Hermano digital.
La respuesta desde Bruselas y las capitales europeas, ante estas revelaciones, ha sido de enérgico rechazo retórico y llamados a la acción. El Supervisor Europeo de Protección de Datos (EDPS), máxima autoridad comunitaria en la materia, pidió prohibir la explotación de programas espía como Pegasus, calificándolos de amenaza para la democracia debido a que su capacidad intrusiva es prácticamente incontrolable y “puede socavar la esencia del derecho a la privacidad”. El Parlamento Europeo estableció la comisión especial PEGA, cuyo presidente, Juan Fernando López Aguilar, afirmó que al menos “habrá que regular Pegasus”, dado que afecta “derechos fundamentales altamente protegidos en la Carta de Derechos de la UE”. Dicha comisión ha recomendado una moratoria europea en la compra de spyware mientras no existan marcos legales estrictos para su uso. Al mismo tiempo, el Consejo de Europa organismo paneuropeo de derechos humanos encendió las alarmas: en diciembre de 2024, su Comisión de Venecia publicó un informe exhortando a regular el uso de estas tecnologías de vigilancia de forma compatible con el Estado de derecho, ante la creciente preocupación por su uso ilegítimo contra la sociedad civil. En la arena política incluso se debate la posibilidad de vetar completamente la comercialización de Pegasus y herramientas similares dentro de la UE.
A pesar de la firmeza normativa y discursiva, Europa sigue caminando una fina línea. Sus agencias de inteligencia alegan necesitar poderes de vigilancia para prevenir atentados terroristas y amenazas híbridas. La diferencia sustancial es que, en la UE, la conciencia pública y los contrapesos institucionales han impuesto límites más claros: la cultura jurídica europea parte de que la privacidad es un derecho inalienable, por lo que cualquier intromisión debe ser proporcional y excepcional. Esa cultura de derechos fundamentales ha logrado que muchos abusos salgan a la luz y se corrijan. No obstante, los incidentes de espionaje doméstico demuestran que ninguna democracia está a salvo de la tentación de espiar a quienes cuestionan al poder. La batalla en Europa, por tanto, se centra en cómo mantener la seguridad sin renunciar a los valores democráticos. El desafío es lograr que las fuerzas de seguridad cuenten con herramientas eficaces contra verdaderas amenazas, pero bajo un escrutinio riguroso que impida que el remedio la vigilancia termine matando al paciente: la libertad individual y la confianza ciudadana en sus instituciones.
América Latina entre la vigilancia sin control y la lucha por la privacidad
En América Latina, el panorama de la vigilancia digital combina avances legales significativos con preocupantes prácticas heredadas. En años recientes, varios países latinoamericanos han emprendido un giro proteccionista en materia de privacidad: por ejemplo, Brasil aprobó en 2018 su Ley General de Protección de Datos inspirada en el GDPR europeo; Colombia y Argentina modernizaron sus marcos normativos; y en naciones como El Salvador y Guatemala empiezan a discutirse leyes de protección de datos de última generación. Estas iniciativas reconocen que, en la era digital, los datos personales merecen salvaguardas jurídicas robustas. De hecho, desde la década de 1980 la figura del habeas data el derecho a acceder y corregir información personal en registros existe en varias constituciones latinoamericanas, como reacción a los abusos de los archivos de inteligencia en tiempos dictatoriales.
Sin embargo, esas garantías sobre el papel coexisten con una realidad de espionaje estatal opaco y a menudo impune. América Latina ha sido terreno fértil para la proliferación de tecnologías de vigilancia sin suficiente control democrático. No por casualidad, México fue el primer país del mundo en comprar el sistema Pegasus de espionaje telefónico, que NSO Group vendía sólo a gobiernos. Durante la última década, este software fue adquirido o usado por diversas agencias mexicanas desde la Secretaría de la Defensa Nacional y el CISEN (centro de inteligencia civil) hasta la entonces Procuraduría General y miles de ciudadanos resultaron potencialmente vigilados. Una filtración revelada en 2021 por el Proyecto Pegasus mostró que los números de al menos 15,000 mexicanos aparecían en la base de datos de posibles blancos de Pegasus, incluyendo sacerdotes, periodistas, defensores de derechos humanos, víctimas del crimen e incluso niños. La magnitud de la lista, la más abultada a nivel mundial desmontó el argumento de que este espionaje se limitaba a criminales peligrosos, evidenciando un uso indiscriminado con fines políticos.
En el pasado gobierno Andrés Manuel López Obrador prometió públicamente que su gobierno no emplearía Pegasus. Pero investigaciones de la ONG R3D (Red en Defensa de los Derechos Digitales) con apoyo del Citizen Lab demostraron que los abusos continuaron incluso bajo su administración. Periodistas y activistas de alto perfil siguieron siendo vigilados ilegalmente. Un caso notorio: Raymundo Ramos, defensor de derechos humanos en Tamaulipas, fue hackeado con Pegasus al menos tres veces en 2020 una de ellas, pocos días después de que se divulga un video donde militares ejecutaron extrajudicialmente a civiles, caso que él había denunciado públicamente. Del mismo modo, el periodista y escritor Ricardo Raphael sufrió reinfecciones constantes: luego de haber sido espiado en 2016-17 por sus reportajes, volvió a ser hackeado al menos tres veces en 2019 y otra en 2020, justo después de publicar una columna sobre detenciones arbitrarias y acusar de encubrimiento al entonces fiscal general. Es evidente que, pese al cambio de gobierno, sectores del Estado mexicano siguieron usando Pegasus para vigilar a voces críticas, contraviniendo las órdenes expresas del presidente y vulnerando la ley.
La impunidad ha sido la norma: en enero de 2024, el único funcionario llevado a juicio por el caso Pegasus un excolaborador acusado de espionaje contra Carmen Aristegui fue absuelto por falta de pruebas. Más de siete años después de las primeras denuncias de espionaje ilegal en México, ningún alto mando ha rendido cuentas.
Otro caso paradigmático en la región es El Salvador. A inicios de 2022 se supo que el spyware Pegasus había sido utilizado para infectar los teléfonos de al menos 35 periodistas y miembros de la sociedad civil salvadoreña. Un informe del Citizen Lab detalló que las infecciones ocurrieron entre julio de 2020 y noviembre de 2021, coincidiendo con investigaciones periodísticas que exponían negociaciones clandestinas del gobierno del presidente Nayib Bukele con pandillas criminales supuestamente para reducir la violencia a cambio de favores políticos. Los dispositivos hackeados pertenecían en su mayoría a reporteros del medio digital El Faro y de otras publicaciones independientes que habían revelado posibles casos de corrupción y pactos oscuros del gobierno. Si bien no se halló una “pistola humeante” que vincule directamente el software al gobierno, los expertos señalaron que la actividad de Pegasus en El Salvador fue tan focalizada en objetivos nacionales que resulta muy difícil pensar en un actor distinto al Estado. El gobierno de Bukele negó rotundamente cualquier vínculo con Pegasus, pero la comunidad internacional recibió la noticia con preocupación. Un investigador describió la “agresividad y persistencia” de estos hackeos como algo “asombroso”. “He visto muchos casos de Pegasus, pero lo que más me perturbó fue que esto ocurrió junto con amenazas físicas y retórica violenta contra la prensa en El Salvador, pero El Salvador al menos es una democracia”. La reflexión resume el sentir de muchos: prácticas propias de regímenes autoritarios se están normalizando en democracias frágiles bajo la excusa de mantener la seguridad y el orden.
El problema trasciende a México o El Salvador. En diversos países latinoamericanos ha habido denuncias de espionaje político. En Colombia, por ejemplo, se destaparon en 2020 operaciones de inteligencia ilegal (el caso Perfilaciones) que vigilaban a periodistas nacionales y corresponsales extranjeros. En Ecuador, organizaciones acusaron al gobierno anterior de utilizar sistemas de vigilancia masiva suministrados por potencias extranjeras. Incluso en democracias más consolidadas como Chile o Argentina han surgido escándalos de interceptaciones indebidas de comunicaciones de opositores y líderes sociales. La constante es la misma: un déficit de controles y de transparencia. Mientras las fuerzas de seguridad latinoamericanas invocan la lucha contra el crimen organizado como una preocupación real en sociedades azotadas por la violencia, con demasiada frecuencia las herramientas de vigilancia terminan desplegadas contra objetivos civiles o políticos, y no contra las redes criminales.
A diferencia de Europa, en la mayoría de países latinoamericanos las instituciones de fiscalización, congresos, poder judicial, organismos autónomos de derechos humanos tienen menos poder o independencia para auditar a las agencias de seguridad. Esto ha generado un vacío de rendición de cuentas: proliferan los sistemas de vigilancia sofisticados, pero no así las garantías. No obstante, la creciente visibilidad de estos casos está despertando una incipiente conciencia pública. En varios lugares, la sociedad civil y la prensa libre están forzando discusiones antes impensables sobre el derecho a la privacidad. La aprobación de leyes inspiradas en el GDPR es un síntoma de ese cambio cultural, aunque su eficacia dependerá de la voluntad política para hacerlas cumplir aun cuando los poderosos estén implicados en los abusos.
Impunidad o accountability esa es la disyuntiva en América Latina. Por ahora, lamentablemente, predomina la impunidad. Pero cada reportaje que expone un Ejército Espía (como se tituló la investigación sobre militares mexicanos usando Pegasus), cada juicio que documenta el atropello a un periodista, añade presión para reformar el sistema. La región se encuentra en una encrucijada: puede adoptar la vía de institucionalizar el Estado de vigilancia bajo la sombra del autoritarismo, o fortalecer sus todavía jóvenes mecanismos democráticos para garantizar que la era digital no sepulte las libertades por las que tanto luchó.
República Dominicana y vigilancia sin rostro
En la República Dominicana, la vigilancia digital no se impone con el estruendo de los sistemas de espionaje masivo ni con las revelaciones de un Snowden caribeño, sino con el silencio cómplice de la normalidad. Aquí, el control no llega disfrazado de seguridad nacional, sino de modernización tecnológica. La digitalización del Estado, la expansión de las bases de datos biométricas y el uso político de las redes sociales están configurando un escenario de vigilancia difusa: no se ve, no se discute, pero opera.
Desde el auge de las cámaras de reconocimiento facial en espacios públicos hasta la recopilación de datos en plataformas estatales sin protocolos claros de protección, el país vive una transición silenciosa hacia un modelo de ciudadanía rastreable. Las instituciones públicas sin un marco legal robusto de protección de datos personales han acumulado bases de información cada vez más detalladas: huellas dactilares, rostros, direcciones, hábitos digitales, registros médicos y financieros. Todo en nombre de la eficiencia y la transparencia, pero sin garantías efectivas de control ciudadano ni auditoría independiente.
Paradójicamente, mientras los dominicanos depositan su confianza en sistemas digitales, no existe una ley de protección de datos moderna y eficaz ni un organismo regulador verdaderamente autónomo. La Ley 172-13 aprobada hace más de una década, quedó obsoleta frente a la complejidad del ecosistema digital actual. En la práctica, las instituciones pueden cruzar información de forma discrecional, las empresas tecnológicas operan sin límites claros, y los ciudadanos rara vez saben quién recopila sus datos, para qué y con qué fines.
Pero el riesgo más inquietante no está en la infraestructura tecnológica, sino en su uso político. En los últimos años, las redes sociales se han convertido en el nuevo campo de batalla de la vigilancia y la manipulación informativa. Equipos digitales vinculados a partidos o campañas políticas monitorean conversaciones, etiquetan influenciadores, rastrean opiniones y diseñan estrategias de descrédito o amplificación algorítmica según conveniencia electoral. La vigilancia en línea ya no se dirige sólo a prevenir delitos, sino a mapear ideologías y controlar narrativas. En la República Dominicana, el espionaje digital no necesita micrófonos ocultos: basta con un tuit, un comentario o una crítica pública para ser observado, clasificado y eventualmente silenciado.
La otra cara de esta vigilancia es la autocensura ciudadana. Muchos periodistas, activistas y académicos reconocen evitar ciertos temas en redes sociales, conscientes de que cada publicación deja una huella. En el país donde las fake news se propagan más rápido que los desmentidos oficiales, el miedo a ser malinterpretado o atacado digitalmente se ha vuelto una forma de control social más eficaz que cualquier ley. El problema no es solo de derechos individuales, sino de salud democrática: una ciudadanía que se calla por temor deja de fiscalizar, de cuestionar, de participar.
A diferencia de Estados Unidos o Europa, la República Dominicana aún está a tiempo de construir un modelo de democracia digital preventiva, capaz de equilibrar innovación tecnológica y libertades públicas. Pero el reloj corre. Urge actualizar la legislación sobre datos personales, establecer protocolos de transparencia en el uso de inteligencia artificial estatal y crear un marco ético para el uso de biometría y monitoreo ciudadano. Sin ello, el país corre el riesgo de convertirse en una democracia vigilada sin haberlo notado, una nación donde la tecnología, en vez de emancipar, termine domesticando la libertad.
Porque la vigilancia, cuando se normaliza, deja de ser una amenaza visible y se convierte en parte del paisaje. Y cuando la libertad se acostumbra a ser observada, deja de ser libertad: se transforma en simple obediencia digital.
Hoy en día la ubicuidad de la vigilancia digital plantea uno de los dilemas fundamentales del siglo: cómo reconciliar la legítima necesidad de seguridad con la preservación de las libertades que definen a una sociedad abierta. Los gobiernos, desde Washington hasta Pekín, argumentan que las herramientas de monitoreo masivo son indispensables para prevenir delitos, atentados terroristas o desórdenes. Pero la promesa de una seguridad total conlleva el riesgo de dar paso a un Estado de vigilancia omnipresente, un Gran Hermano digital capaz de registrar cada movimiento, palabra y relación de los individuos. Las consecuencias de cruzar ese umbral son profundas. Una ciudadanía que siente ojos electrónicos posados sobre ella puede dejar de ejercer sus derechos por miedo: se enfría la libertad de expresión, se paraliza la crítica, se disuade la protesta social, erosionando los cimientos mismos de la democracia. La vigilancia indiscriminada invierte la premisa liberal básica en lugar de “inocente hasta que se demuestre lo contrario”, todos pasamos a ser sospechosos permanentes bajo el lente del poder.
Sin embargo, la historia muestra que renunciar a la privacidad y las libertades a cambio de una sensación de protección puede resultar en la pérdida de ambas. Por ello, alrededor del mundo crece la exigencia de límites claros y transparencia: que los servicios de inteligencia actúen bajo la ley y con controles; que ningún gobernante pueda usar la excusa de la seguridad nacional para espiar a sus críticos; que las empresas tecnológicas rindan cuentas sobre cómo y a quién venden herramientas de intrusión. La lucha contra el panóptico digital apenas comienza e involucra a todos los sectores legisladores, jueces, periodistas, ciudadanía en la tarea de vigilar a los vigilantes y marcar hasta dónde le permitimos llegar al Leviatán tecnológico. En Estados Unidos, coaliciones inusuales de demócratas y republicanos pro-derechos están cuestionando la renovación de programas de espionaje y exigiendo reformas de peso. En Europa, se debate prohibir los softwares más intrusivos y reforzar las garantías legales ante la recolección de datos personales. En América Latina, poco a poco emerge un movimiento que clama por frenar los abusos y traducir los avances normativos en protección efectiva en la vida cotidiana.
La pregunta de fondo trasciende geografías: ¿qué tipo de sociedad queremos ser en la era digital? ¿Una donde todo esté vigilado en nombre de la seguridad, o una que logre mantener espacios de libertad y dignidad humana incluso en un mundo interconectado y desafiante? La respuesta dependerá de nuestra capacidad colectiva para imponer frenos a la tentación autoritaria. Como advirtió un informe europeo, si las democracias no defienden activamente sus modelos de derechos digitales, los valores iliberales pueden infiltrarse y debilitar las protecciones incluso dentro de sus propias fronteras. En última instancia, la disyuntiva es clara: o controlamos la tecnología, o la tecnología nos controlará. Hoy, más que nunca, vigilar a los vigilantes se ha convertido en condición indispensable para que la libertad sobreviva en la era de los algoritmos omnipresentes.