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jueves 16, octubre, 2025

La feria del libro de Guadalajara

Marino Berigüete, Basilio Belliard, Plinio Chahín.

Antes de que el calendario borrara su último número, llegué a Guadalajara, esa ciudad que parece respirar entre calles adoquinadas y ecos de mariachi. Era diciembre, y el aire llevaba consigo un aroma de papel, tinta y café olvidado en tazas llenas de historias. No fui solo; viajé con dos amigos que, como yo, cargaban en la espalda el peso de demasiadas lecturas inconclusas y promesas de escribir el libro definitivo. El destino nos esperaba con nombre propio: la Feria Internacional del Libro, ese carnaval de palabras donde el tiempo deja de importar.

Entrar fue como abrir un libro por primera vez, con los ojos ansiosos y el corazón preparado para lo inesperado. Las estanterías, altísimas, desbordaban libros que parecían murmurar sus secretos. Aquí un Borges, allá un Poniatowska, más allá un Rulfo que recordaba su tierra árida. Caminábamos despacio, casi con reverencia, entre lectores que abrazaban volúmenes como quien encuentra una brújula perdida.

Los autores, algunos dioses de la pluma, otros simples mortales de héroes, paseaban entre nosotros como sombras que de pronto cobraban forma. Uno nos firmó un libro, con una sonrisa cansada pero honesta. “Gracias por leer”, dijo. Y en su voz, llena de humanidad, entendí que escribir es un oficio solitario, pero compartirlo es un acto de fe.

Los libros, apilados como ladrillos de un templo sin fin, se alzaban en estanterías que parecían tocar las bóvedas invisibles del lugar. Las voces, en un murmullo incesante, tenían el ritmo de un río que nunca cesa, y caminar allí era dejarse arrastrar por su corriente.

Los pasillos eran caminos alfombrados de ideas, bifurcaciones infinitas hacia mundos por descubrir. Intenté abarcarlo todo con la mirada, pero era inútil; la vastedad de historias, de mundos paralelos, me desbordaba. En cada esquina, un poeta sembraba versos al viento, un narrador desenterraba memorias, un lector soñaba futuros. Y nosotros, hojas sueltas, éramos arrastrados por el viento de esa ciudad inmensa, tejida con palabras.
Una tarde, exhaustos de navegar por ese océano literario, decidimos perdernos por las calles del centro. Allí, entre plazas y muros antiguos, encontramos un paseo donde el arte brotaba como flores silvestres. Pinturas colgaban de un bulevar, una exposición efímera, curada —nos dijeron— por la hermana de Juan Villoro. Pero no eran solo los cuadros quienes hablaban; el suelo mismo era un poema, con versos grabados como baldosas que marcaban nuestro andar.

En medio de ese paseo, nos detuvimos ante una estatua que parecía respirar. Era un rostro de metal, sereno y eterno, del cual brotaba un árbol. Sus ramas finas se alzaban al cielo, buscando la luz como pensamientos que buscan claridad. “Es un homenaje al poema El árbol adentro, de Octavio Paz”, nos explicó una guía con voz pausada. Me quedé allí, inmóvil, atrapado por el misterio. Pensé en las ramas como las ideas que estiran su ser hacia lo desconocido y en las raíces como las historias que nos anclan a la tierra.

Recordé entonces aquellos versos de Paz:

Creció en mi frente un árbol.
Creció hacia dentro.
Sus raíces son venas,
Nervios sus ramas,
Sus confusos follajes pensamientos.

De pie frente a esa estatua, entendí que todos llevamos un árbol dentro, uno que crece con nuestros miedos y nuestras esperanzas, con nuestras preguntas sin respuesta.

Pero no todo era poesía. Guadalajara, tan vibrante y luminosa, también tenía sus penumbras. Una mañana, camino a la feria, un taxista nos señaló un parque al pasar. “Ese es el Parque Rojo”, dijo con voz grave. “No vayan ahí de noche. Es tierra de drogadictos. Pasan cosas raras.” La advertencia fue como una grieta en la imagen idealizada de la ciudad. Aunque nunca pisamos ese lugar, su sombra quedó en mi memoria, un recordatorio de que hasta los espacios más radiantes ocultan secretos oscuros.

A pesar de ello, regresamos al centro una tarde más, en busca de la grandeza cultural. Visitamos el Hospicio Cabañas, donde los murales de José Clemente Orozco cubrían las paredes como un grito congelado en el tiempo. Cada trazo hablaba de luchas, de esperanzas, de un México que sigue latiendo en su historia. Frente a esas imágenes, me sentí diminuto, como una hoja más atrapada en el vendaval de la memoria colectiva.

Ahora, de regreso en casa, lo que más persiste en mi mente no son los muchos libros ni los murales, sino aquel árbol que brotaba de la estatua. Sus ramas se han enredado en mis pensamientos, sus raíces han calado hondo en mi pecho. Pienso que tal vez no solo llevamos un árbol adentro, sino que somos ese árbol: un entrelazado de raíces, ramas y sueños, creciendo en silencio hacia nuestras propias eternidades.

Hasta el próximo artículo…

Autor: Marino Beriguete.
Poeta, escritor.

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