
Aún en la sombra de la ciudad,
cuando la piedra devuelve pasos lejanos,
el viento arrastra sílabas de un tiempo inmóvil,
y el poeta, aunque envejezca,
sigue siendo el niño que mira la mar
con los ojos asombrados de la primera vez.
– MB
La poesía es un hilo que no se rompe, un cauce que se bifurca sin abandonar su curso. Hace unos días, en una conversación con el poeta mocano, Basilio Belliard, escuché de sus labios una idea que desde entonces me persigue como un eco reflexivo: “los poetas son un solo poema en su vida”, aunque escriban varios libros. No importa cuántos títulos acumulen, cuántas formas adopten sus versos, cuántas máscaras ensayen sus palabras en todos sus libros, son variaciones de un mismo poema esencial.
Al escuchar al poeta pensé en mis propios versos, en mi primer libro “Mujeres”, en la materia oscura de mi escritura. Revisé mis libros, mis papeles dispersos, los poemas inéditos que duermen en el fondo de un cajón. Descubrí que en cada uno late la misma pulsión, la misma imagen que vuelve con la insistencia de la marea. En mi primer libro escribí sobre la infancia, sobre la casa natal y sus sombras, sobre el perro que corría por las calles polvorientas del pueblo. En los libros siguientes hablé del amor y la paternidad, del tiempo que se desliza como arena entre los dedos, de los rostros que se desvanecen en el espejo de la memoria. Pero ¿eran poemas distintos o eran fragmentos de un solo cuerpo?
La idea de un poeta como un solo poema es inquietante para mi lector. Supone aceptar que todo lo que se escribe es una variación sobre un mismo tema, un eterno retorno a la imagen primordial, a la obsesión que nos habita. Como si, desde el primer verso que nos nace, ya estuviera trazado el mapa de nuestra escritura. No importa cuánto cambiemos, cuánto viaje la voz por distintos registros, cuánto se enriquezca la mirada con los años: seguimos escribiendo la misma historia.
A veces me asalta la sospecha de que la literatura no es más que una manera de caminar en círculos alrededor de una memoria. Que no hay avance, sino exploración infinita del mismo territorio. Y si es así, ¿cuál es el centro de ese territorio en el que orbito? Tal vez sea la infancia, esa raíz que nunca se agota. O quizás sea el amor con todas sus caras: el amor que construye y el que destruye, el amor que ilumina y el que deja cicatrices. Tal vez sea la casa, la orilla de la mar que ya no existe o la voz de mi abuela en una tarde cualquiera contándome sus cuentos supersticiosos en el sur lejano.
Lo que sé es que, al final del día, vuelvo siempre a la misma imagen, a la misma emoción. Y aunque escriba otro libro, aunque el lenguaje cambie, aunque el ritmo se transforme, la historia es la misma. Un solo poema, extendido en el tiempo.
Escribo. Y al escribir, repito.
La escritura es un eco. No es una línea recta, sino un espiral que se abre y se cierra en el mismo punto. Cada poema nuevo es una variación de un poema anterior. ¿No es la poesía, en el fondo, un único poema interminable que cada poeta traduce a su manera? Me pregunto en mi yo poético hoy.
Octavio Paz escribió que la poesía es una tradición en la que cada poeta añade su eslabón, pero ¿y si ese eslabón no es nuevo, sino solo otro reflejo del mismo metal? Pensemos en Vallejo, en Neruda, en Borges, en Juarroz, en Plinio Chahín, en Luis García Montero, en José Mármol en Mateo Morrison: sus poemas giran en torno a una misma constelación de imágenes. La piedra, la ceniza, la casa natal, el amor imposible, la muerte que siempre acecha, la poesía social, la mar, el amor erótico. Los poetas son rehenes de su propio tema.
Me detengo en mi propia obra y la reviso con la mirada de quien busca una clave oculta. Descubro que siempre vuelvo a las mismas obsesiones. La infancia, la memoria, la nostalgia. Y cada imagen que creí nueva resulta ser solo otra forma de decir lo que ya había dicho antes.
Puedo recordar el primer poema que escribí. Tenía doce años y hablaba de la mar de siente colores. No sabía entonces que pasaría el resto de mi vida escribiendo sobre él. No siempre de manera evidente, pero su sombra ha estado en cada verso, en cada texto, en cada intento de nombrar el mundo.
Porque, ¿qué es escribir sino intentar capturar lo imposible? La poesía no es más que la búsqueda de un centro, de una imagen que se escapa y a la que volvemos una y otra vez. No importa cuánto creamos haber avanzado: en el último poema nos espera el primero.
Entonces, si todo poeta escribe un solo poema, ¿qué significa concluir un libro? ¿Es el final de algo o la continuación de lo mismo con otro nombre?
He publicado varios libros, pero a veces siento que no he escrito ninguno. O que he escrito solo uno, con títulos diferentes. Alguien podría leerlos en desorden y encontraría en todo el mismo temblor, la misma respiración, la misma imagen que se repite con insistencia.
Tal vez por eso la poesía es inagotable. No porque se renueve sin cesar, sino porque nunca se termina de escribir. Es el poema interminable, el que no encuentra su punto final.
Los poetas creemos escribir algo nuevo, pero solo estamos recorriendo el mismo laberinto. Y en ese laberinto nos encontramos con la sombra de otros poetas, con el murmullo de versos que nos precedieron y que seguirán resonando después de nosotros.
Porque la poesía es también un río común. Y todos los poetas, de alguna manera, estamos escribiendo un mismo poema.
La poesía es un río que nunca se detiene, pero tampoco avanza. Su cauce se repliega sobre sí mismo.
Si cada poeta es un solo poema, entonces la historia de la poesía es la historia de un solo poema escrito a lo largo de los siglos. Un poema sin autor, que pasa de una mano a otra, de una voz a otra. Un poema que cambia de forma, pero que conserva su esencia.
Es el poema que escribieron Homero y Safo, que cantaron los trovadores y que reinventó Baudelaire. Es el poema que sigue latiendo en cada verso de los poetas que vendrán.
Porque, al final, la poesía es un acto de perpetuación. Es una forma de decir: “Estoy aquí”, aunque el aquí se haya desvanecido hace siglos.
Escribir es regresar.
Es regresar a la infancia, a la imagen que nos persigue, a la primera palabra que aprendimos y que nunca hemos dejado de repetir.
Escribir es volver a casa.
Y la casa, en la poesía, nunca tiene puertas..
Autor: Marino Berigüete.
Poeta, escritor.